miércoles, 15 de diciembre de 2010

Podría ser un país sin civilizar

Podría ser un país sin civilizar, quizás una de esas ciudades estado o polis griega ante el presunto avance persa, tirándose los trastos a la cabeza porque las letras y la democracia, ya no quedaban espartanos, serían incapaces de frenar a las hordas asiáticas, desparramándose las togas manchadas de sangre en los hemiciclos por diversidad de opiniones y compras del Senado…

Podría ser un país sin civilizar, quizás una de esas tribus previas a la llegada de los españoles en el Nuevo Mundo, que se reunían en torno a un fuego y escuchaban leyendas de los dioses y aprendían de los hechos de los antepasados, y que empuñando un hacha de piedra, luchaban pintados invocando al cielo y tierra por mantener con vida a su pueblo, ante la pólvora y la barbarie colonizadora.

Podría ser un país sin civilizar, quizás un pueblo venido de restos romanos, que progresó en los años oscuros de la edad Media, cuando lo propio hubiera sido abandonar la vieja ciudad romana, llegando ahora a ser cuna del parlamentarismo actual, con hazañas y pompa de caballeros, opulencia religiosa y un asalto al rey por un bastardo, dicen, que aquí es venerado y allí criminalizado, en aras de cambiar el ritmo y gobierno de una tierra…

Podría ser un país sin civilizar, si, quizás un país adorador del fútbol, del buen vino, de tierras de encanto, de cinéfilos de antaño y pizza y pasta. De restos de tiempos mejores y un renacimiento que lo sacó al frente después de un imperio de acueductos, vías, latín y gloria. Podría serlo, sí, pero se quedó estancado idolatrando a un viejo de cara artificial, estirada y pintada, que ni parecido a Plinio, compra y manda sobre la libertad de expresión, de prensa, controlador de la libertad, pese a ser el líder del partido del mismo nombre y alentador de un desorden público, que empezando por niños sin ganas de ir a clase, se mueven sin concierto en una farándula que quiebra más la imagen exterior de una bota, que más que golpear la bola de los sardos mirando al futuro, retrocede hacia el sin fin de islas croatas, para darse en su propio culo un azote interno, que cayó un día en recuerdo de duomo, que acabó con el otro cierto día a palazos y saliva en la plaza de Loreto, al final del Corso de Buenos Aires milanés, y que va dejando perderse los restos de algo que lo hizo grande, adiós Pompeya, adiós, y hundirse bajo las aguas a quien mandó en latín en la gran ciudad de la Constantinopla griega, la Estambul turca y el origen del Lepanto hispano.