Ellos nos encontraron a nosotros...
Habíamos caminado un día entero por el bosque, porque allí decían que tenían su campamento.
Al principio aquello parecía bonito, tranquilo, pero pronto llegaron más y más camiones con más y más soldados. No sabía muy bien lo que pasaría mañana, o al día siguiente. Sólo pensaba en disparar al centro de la diana, como en cada entrenamiento que allí tenía.
Una semana y algún día más pasaron cuando nos pintaron la cara como si fuesemos a la guerra. Qué ilusión tenía. A mi me lo habían contado, que eso hacía sentir más temible, más fuerte. Nos regalaron nuevas escopetas. Y nos montaron en más y más camiones que habían llegado. No sé cuántos seríamos... ¿cien? quizás doscientos, no sé muy bien, pero todos los niños teníamos una orden: hacer lo mismo que harían los que bajasen del camión delante de nosotros: matar. Matar y más matar, pues al bajar empezaron a oirse disparos, la gente chillaba. Estabamos asaltando el pueblo, mi vida, mi casa. La gente corría, huía hacia el bosque, entre los árboles. No sé por qué, pero empecé a disparar. Maté a propios niños que estaban al igual que yo disparando contra las casas, contra la gente. Varias mujeres y niñas corrían desnudas perseguidas por varios soldados. Disparos y más disparos. Cruel realidad. Había matado a mis padres... a los que tenía cariño... éstos, a quienes mataba ahora, apenas conocía de ver en la plaza, en el mercado... Mi profesor en el suelo, sangre por el suelo. Compañeros de clase, amigos, esparcidos entre mis pies. Un grupo de mujeres pidiendo clemencia. Disparos. Poco a poco silencio. Menos disparos. El sacerdote con una cruz en sus manos clamaba al cielo antes de caer, sucio, manchado de sangre. Disparé a mi alrededor, como para olvidar. Algo me dió en la espalda. La vista empezó a nublarse. Me toqué ahí donde tanto me picaba... Mis dedos notaron humedad, rojo, caí de rodillas. Posé la escopeta en el suelo. Poco a poco me fuí colocando tirado en el suelo que estaba más cómodo. Me faltaba el aire... El dolor se hacía más y más fuerte. Apenas veía más que mi gente, mi pueblo, en el suelo. Fuego en las casas... humo... Tumbado boca arriba sentí acercarse a varios soldados que se preguntaron "¿nos le llevamos a curar?" Y otro, que me hizo sangrar lágrimas de los ojos contestó: "¿Para qué? está herido, va a morir. Ya no vale nada. Encontraremos a más niños en el pueblo de al lado".
Así, triste, abandonado, morí. No sé por qué escuché aquel día a los soldados a la salida de mi colegio. No sé por qué maté a mis padres. No sé por qué habíamos echo eso en mi pueblo, no sé. No sé... No.
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