lunes, 8 de agosto de 2011

La Ruta de la Plata

Asado de calor y desde el asiento de atrás del coche, veía por la ventana tierras y más tierras. Girasoles chamuscados, vacas, dehesas, alcornoques raspados que acabarán tapando botellas o agujereados por las malditas chinchetas y puestos como cuadros en alguna pared de casa...

Un tramo sin autovía nos acercó a los pueblos que aún perduran y a esos bares que a la vuelta escupían la terraza llena de gente a la luz de la luna y que esperan con angustia y aviso de muerte la llegada de la autovía, esa por la que corres, esa que te hace olvidar lo auténtico, las casas de pueblo, alguna señora barriendo la calle, los señores en sus tractores...
A la izquierda, las dos catedrales charras, la Sierra y cuestas de Béjar, el Acueducto de los Milagros, luego la Giralda, el Villamarín… A la vuelta todo eso quedó a la derecha, Portugal enfrente. Cruzamos los ríos que todos estudiamos cayendo al Atlántico, el Duero, el Tajo, Guadiana, Guadalquivir… (si sumas el Miño tienes los de éste lado que aprendimos en la E.G.B.). Llegamos más allá de la calzada romana y los pueblos blancos de la Frontera, por sentir el fresco del Estrecho, ese lugar lleno de locos del viento donde cambian las aguas el Mar y el Océano. Vimos imponente el Peñón, la pedrada inglesa, y como si para entendernos fuese, cruzar por Puente Castro de León a Villarroañe, allí al fondo, tras la nieblina, otro país, otro continente.

Ésta ruta nunca tuvo tanto sentir para mí. Restos de castillos, palacetes y torretas a medio camino de grandes urbes en su momento, que ahora se tiñen de color turista viendo piedras y monumentos, paseando por los centros históricos llenos de rincones y museos, escuchando cuentos y leyendas que ninguno de los de ahora vivimos y que sólo las sabemos porque corrieron por toda ella, como la plata.

No hay comentarios: